En momentos en que nos aprontamos a conmemorar nuestro Bicentenario, pocas cosas pueden ser más oportunas y necesarias que reflexionar sobre lo que significa ser chilenos e intentar desentrañar de nuestra identidad aquello que nos caracteriza y, en cierto modo, nos distingue de los demás.
Sin duda existen muchas respuestas posibles a esta pregunta. Pero si tuviera que elegir una, diría que somos un pueblo formado en la adversidad y el rigor, al que nada le ha resultado fácil y en que todo progreso ha sido a costa de muchísimo sacrificio y esfuerzo. Más aún, diría que precisamente allí reside nuestra mayor fortaleza. Porque a partir de la adversidad hemos ido forjando un temple, una tenacidad y una perseverancia, que nos permiten hoy vivir en un país sin complejos, seguro de sí mismo y que mira al futuro con confianza y optimismo.
Si hay algo que hemos aprendido de la historia es que los países necesitan recordar y honrar a sus héroes para no perder el rumbo y reafirmar su propia identidad. Y los chilenos siempre hemos contado con una constelación de ellos: O’Higgins, Carrera, Rodríguez, Prat, los 77 héroes de La Concepción y muchos otros, cuyos ejemplos de generosidad y grandeza hemos leído y releído tantas veces. Pero quizás como nunca antes, este año pudimos conocer también a otros héroes, que difícilmente van a aparecer en los libros de historia pero que, enfrentados a la adversidad y el dolor, respondieron con la misma generosidad y grandeza. Y es que este año del Bicentenario no sólo nos ha servido para rendir homenaje a nuestros héroes de antaño sino, más importante aún, para descubrir a los héroes de hoy.
Es bueno reflexionar acerca del misterioso instante en que estos hombres y mujeres, de carne y hueso, con virtudes y defectos, se transforman en héroes. Pienso en las veces en que Carrera y O’Higgins dirigieron los ejércitos libertadores. O en el momento en que Prat decide abordar el Huáscar. O en los minutos y horas que siguieron al terremoto y maremoto del pasado 27 de febrero, cuando muchos compatriotas arriesgaron sus vidas con tal de salvar la de otros, que muchas veces ni siquiera conocían. O en aquellas primeras palabras que leímos de los 33 mineros que llevaban semanas atrapados en las profundidades de la tierra, y que no fueron sólo para decirnos que estaban vivos, sino “bien”, ni para hacernos sentir que se encontraban entregados a su suerte, sino a resguardo “en el refugio”, y que, lejos de estar divididos, estaban más unidos que nunca “los 33″.
En el salto de estos ciudadanos a héroes subyace una renuncia radical a las bondades de la vida cotidiana para abrazar una causa más grande, más noble y más trascendente que ellos mismos. Y esa renuncia no es sino un acto de amor. De amor a Dios, de amor al prójimo y de amor a la Patria. Un amor capaz de convertir el dolor en esperanza, la tristeza en alegría, el llanto en sonrisa y la angustia en heroísmo. Un amor como el de millones de chilenas y chilenos honestos, que trabajan muy duro y que están dispuestos a cualquier sacrificio y privación con tal de darles a sus hijos una vida mejor.
Por eso, cuando nos aprontamos a dar el gran salto al desarrollo, hacia un país sin pobreza y con verdadera igualdad de oportunidades para todos, nunca debemos olvidar que la mayor riqueza de Chile no está en sus abundantes recursos naturales, ni en sus hermosos paisajes, ni en la altura de nuestros edificios. Está, más bien, en nuestra gente, en nuestro pueblo, en nuestros héroes; los de ayer, los de hoy y los de siempre.