Recuerdos y reflexiones a 25 años de la caída del Muro de Berlín

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Recuerdos y reflexiones a 25 años de la caída del Muro de Berlín

La Tercera
27 de Octubre de 2014

Este año recordamos tres fechas de gran significado y trascendencia histórica: los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, la guerra de las trincheras y de los 20 millones de muertos. Los 70 años del desembarco aliado en Normandía, que fue el día D que marcó el comienzo del fin del régimen nazi. Y los 25 años de la caída del Muro de Berlín, el “Muro de Protección Antifascista” para el régimen comunista de la autodenominada República Democrática Alemana o el “Muro de la Vergüenza” para el mundo libre.

Los siglos históricos no siempre coinciden con los siglos cronológicos. El siglo XX fue un siglo corto y de grandes contrastes. Comenzó en 1914, cuando el mundo occidental pasó bruscamente de la “Belle Epoque y el charleston” a sufrir los horrores de la Gran Guerra. Luego vino la Revolución de Octubre de 1917, que terminó con siglos de régimen zarista en la antigua Rusia y dio origen a la dictadura comunista de la Unión Soviética, y con ella, a la Guerra Fría y la división del mundo en dos bloques ideológicos antagónicos, irreconciliables y separados por una “Cortina de Hierro”, organizados bajo dos Alianzas Militares confrontadas, atemorizadas y capaces de destruirse mutuamente (OTAN y Pacto de Varsovia). Históricamente, ese siglo XX terminó en 1989, con la caída del Muro de Berlín, la que fue seguida por el derrumbe del Imperio Soviético, el fin de la Guerra Fría y el comienzo del nuevo siglo XXI, con sus promesas del “Fin de la Historia”.

El siglo XX no sólo fue un siglo corto (75 años), sino también de grandes contrastes. Un siglo en que la humanidad experimentó gigantescos progresos en el campo de la ciencia y tecnología. El automóvil y la aviación revolucionaron los sistemas de transporte; el hombre llegó a la Luna y a las profundidades de los océanos; las telecomunicaciones, la televisión e internet cambiaron nuestra forma de vivir; la bioquímica, la ingeniería genética y la nanotecnología abrieron mundos insospechados; se dominó la fuerza de los átomos; la inteligencia artificial pudo competir y, en muchos campos, superar al mismísimo cerebro humano.

Pero durante ese mismo siglo XX, la humanidad se enfrentó en las dos más crueles y destructivas guerras que haya conocido en su historia, vivió los horrores de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, y sufrió los dos experimentos sociales más perversos y nefastos de la historia de la humanidad: el nazismo y el comunismo.

El Muro de la Vergüenza (Schandmauer) dividió no sólo a Berlín y las dos Alemanias, sino que también, junto a la Cortina de Hierro, denunciada por Churchill, se constituyó en una verdadera frontera desde el mar Báltico al Adriático, que separó al mundo occidental del mundo soviético, y creó dos bloques ideológicos, militares, económicos y culturales que se enfrentaron ruda y sistemáticamente durante la época de la Guerra Fría.

Este muro, construido en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, por instrucciones de Erich Honecker (el mismo que recibió asilo en Chile), ante la mirada atónita del mundo libre pero con el apoyo irrestricto del Partido Comunista chileno, no era más que una horrible mole de hormigón armado, de más de 120 km de extensión y 3.6 m de altura, protegido por alambradas, minas, fosas, perros policiales, búnkers, torres de vigilancia y más de 13 mil soldados, y todo ello con un solo objetivo: impedir a la fuerza que los habitantes de Alemania Oriental siguieran huyendo hacia la libertad, tal como más de tres millones ya lo habían hecho en los años previos.

En sus 28 años de existencia, el Muro fue testigo de más de 5.000 intentos de fuga, que costaron la vida a centenares de personas. Peter Fechter, obrero de 18 años, fue la primera víctima. Murió desangrado el 17 de agosto de 1962, en la tierra de nadie conocida como la Franja de la Muerte.

El Muro de Berlín se derrumbó sorpresivamente la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, mientras Helmut Kohl, uno de sus más grandes detractores, se encontraba de visita en Polonia. Pero su derrumbe no obedeció al avance de los tanques de la OTAN o al bombardeo de las Fuerzas Aéreas de Occidente, sino que a la decisión libre, soberana y valiente de millones de alemanes que, habiendo conocido en carne propia décadas de opresión y muerte, decidieron iniciar la gran aventura de la libertad. En los meses que siguieron, y en parte gracias a la Glasnost y Perestroika impulsadas por Mijail Gorbachov, el derrumbe de la Unión Soviética permitió que millones de hombres y mujeres alcanzaran la libertad sin realizar un solo disparo.

Todo comenzó con las masivas protestas en contra del régimen comunista de Alemania Oriental, el cual reaccionó flexibilizando su política de visas. Fue Günter Schabowski, jefe de Prensa del Partido Comunista, quien anunció esta nueva política, en una conferencia de prensa transmitida en directo por la televisión de Alemania Oriental. Y frente a la pregunta periodística respecto de cuándo entraba en vigor la nueva política, Schabowski equivocadamente respondió: de inmediato (“ab sofort”).

Y de inmediato miles de ciudadanos de la Alemania comunista se abalanzaron hacia el Muro. A pesar de que las tropas que lo custodiaban no estaban informadas de la nueva política, bajo la presión, alegría y entusiasmo de la gente, en lugar de disparar a matar, como era la instrucción vigente, decidieron abrir las puertas del Muro. Sin embargo, la verdadera avalancha tuvo lugar a la mañana siguiente. Los ciudadanos de Berlín Occidental recibieron con alegría, abrazos y cervezas a sus hermanos orientales. En la euforia de esa noche, y ante la imponente presencia de la Puerta de Brandenburgo, muchos alemanes occidentales y orientales escalaron y, con martillos, picotas y otras improvisadas herramientas, tuvieron el privilegio de iniciar la destrucción del “Muro de la Vergüenza”, que durante 28 años de oprobio dividió brutalmente al pueblo alemán.

Sin duda, la caída del Muro de Berlín, y el consiguiente derrumbe de la Unión Soviética, constituyen una de las mayores epopeyas por la libertad en la historia de la humanidad. Representan también el mejor homenaje a quienes perdieron sus vidas luchando por la libertad en las rebeliones de Berlín del Este en 1953, Hungría en 1956, la Primavera de Praga en 1965 y el movimiento Solidaridad en Polonia. Ellas constituyen también un triunfo contra el totalitarismo del Estado, definido elocuentemente por Mussolini: “Todo dentro del Estado. Nada fuera del Estado. Nada contra el Estado”.

Tal vez en Chile no tomamos plena conciencia de su trascendencia, pues ese año, con la colaboración de todos, estábamos viviendo nuestra propia epopeya de recuperación de nuestra democracia, forma natural de vida del pueblo chileno.

Concluyo estas líneas con dos reflexiones.

La primera: si hay algo que la historia se ha encargado de recordarnos una y otra vez, es que los principales valores que dan sentido a nuestra existencia, como la libertad, la democracia, la justicia y la paz, son más frágiles de lo que muchos piensan. Al igual como los muros no se construyen en un día, las pérdidas de libertades son muchas veces procesos lentos pero sistemáticos, que van inexorablemente corroyendo sus fundamentos ideológicos y culturales. Por eso, los amantes de la libertad y la dignidad de todos los seres humanos debemos estar siempre alertas para denunciar y activos para combatir los atentados a estos valores, en cualquier tiempo, lugar o circunstancia.

Freedom House, en su Indice de Libertad Mundial, clasifica a los países en “libres”, “parcialmente libres” y “no libres”. De acuerdo a este índice, sólo el 40% de la población mundial, incluyendo por cierto a los chilenos, vivimos en “países libres” y sólo cinco de los 10 países sudamericanos califican como “países libres”. Más aún, Freedom House constata que, después del gran avance posterior a la caída del Muro, ya van ocho años de retroceso de las libertades en el mundo.

También es importante destacar el resurgimiento de lo que podríamos denominar “autoritarismo moderno”, que se caracteriza por intentar anular a la oposición sin aniquilarla. Debilitar el Estado de derecho manteniendo una fachada de legitimidad. Capturar las instituciones que garantizan el pluralismo político. Restringir o controlar los medios de comunicación y el Poder Judicial y debilitar a la sociedad civil.

Por eso, nunca debemos tolerar y siempre denunciar las contradicciones o ambigüedades de aquellos que aún defienden los 55 años de la dictadura castrista en Cuba. O que felicitan la asunción de nuevo dictador en Corea del Norte. O los que ignoran los graves atentados a la libertad, democracia y derechos humanos que ocurren hoy en Venezuela y en tantos otros países cuyos gobernantes, a veces elegidos democráticamente, traicionan sus mandatos y se abocan implacablemente a acumular poder y restringir las libertades de sus ciudadanos.

La segunda reflexión tiene que ver con nuestro país. Sin duda Chile es un país libre, con una democracia y Estado de derecho sólidos. La pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué tan libres queremos ser? Y, ¿cómo afectan nuestras libertades algunas ideas e iniciativas que se están promoviendo? Por ejemplo:

  1. Confundir lo público con lo estatal y creer que el Estado es el único representante del bien común.
  2. Pretender desplazar o expulsar a la sociedad civil de participar en la prestación de servicios tan importantes como la educación y la salud.
  3. Restringir la libertad de enseñanza y la libertad de los padres de elegir y contribuir a la educación de sus hijos.
  4. Establecer como delito la ganancia legítima que surge del emprendimiento en educación o impedir la apertura de nuevos colegios.
  5. Eliminar la posibilidad de libre elección en salud para los tres millones de chilenos pertenecientes al Fonasa A.
  6. Establecer el monopolio de los sindicatos o la afiliación obligatoria a los mismos.
  7. Transformar al Estado en un ente todopoderoso, omnipresente y discrecional, que invade crecientemente nuevos ámbitos del quehacer humano, desconfiando de todo el que innova o emprende y de nuestro buen criterio para tomar decisiones respecto de nuestras propias vidas, haciendo cada día más subordinados y dependientes a los ciudadanos.

Es importante preguntarnos si estas ideas o iniciativas fortalecen o debilitan las libertades de los chilenos.

Nunca olvidemos que con las libertades ocurre lo mismo que con el aire que respiramos. Sólo las echamos de menos cuando ya no existen o están debilitadas. En consecuencia, cuando existen no las echamos de menos y, por tanto, no las defendemos. Y cuando ya no existen o han sido severamente restringidas, muchas veces puede ser tarde para defenderlas.

Los enemigos de la libertad son múltiples y poderosos: el totalitarismo, la violencia, la demagogia, la delincuencia, el caudillismo, la pobreza y la ignorancia. La historia de la humanidad en su lucha por la libertad no ha sido una historia de sólo desfiles y arcos triunfales, ha sido más bien una historia de grandes fracasos y de constantes avances y retrocesos.

Quisiera terminar estas líneas invitando a todos mis compatriotas a aprovechar esta conmemoración para fortalecer la libertad y unidad nacional. Sin libertad, todo lo demás pierde su significado. Y porque en la unidad está la raíz de nuestra fuerza y en la división el germen de nuestra debilidad. Unidad nacional que no significa que gobierno y oposición confundamos nuestros roles ni, menos aún, renunciemos a defender y promover nuestros valores, principios y convicciones. Significa simplemente no olvidar que, a pesar de nuestras legítimas diferencias, es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos separa. Porque, a fin de cuentas, todos somos hijos del mismo Dios, todos amamos con pasión a Chile y todos queremos hacer de Chile un mejor país, cada día más libre, más justo, más próspero y más fraterno, para nuestros hijos, nietos y los que vendrán.

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