Por Sebastián Piñera E.
Hace 5 años, un jueves 5 de agosto del 2010, un grave accidente ocurrió en una pequeña mina de cobre, denominada Mina San José, ubicada en el desierto de Atacama, el desierto más seco del mundo. El derrumbe de cientos de miles de toneladas de roca dejó atrapados a 33 mineros, a 700 metros de profundidad en las entrañas de la mina.
Esa tarde, mientras me encontraba en Ecuador reunido con el Presidente Rafael Correa, fui informado del accidente. Mis primeras decisiones fueron pedirle al Ministro de Minería, que me acompañaba en la gira, que regresase a Chile y al Subsecretario de Minería y a la Intendenta de Atacama, que se fueran de inmediato al lugar del accidente.
Al día siguiente fui a Colombia, donde me reuní con el Presidente saliente Álvaro Uribe y el Presidente entrante José Manuel Santos, a quienes expliqué que no podría quedarme al cambio de mando, pues sentía que mi deber era volver inmediatamente a Chile y asumir la responsabilidad de la búsqueda y rescate de los 33 mineros.
El sábado 6 de agosto aterricé en el Aeropuerto de Copiapó y, desoyendo muchos consejos que presagiaban una tragedia, me dirigí de inmediato a la Mina San José. Al llegar me encontré con un panorama desolador. En la Mina habían ocurrido derrumbes adicionales, existía total confusión, no se sabía si los mineros atrapados estaban con vida, tampoco su paradero ni la disponibilidad de agua y alimentos para su subsistencia, y el rescate parecía una misión imposible.
Los primeros familiares de los mineros atrapados -esposas, padres, madres, hijos-, ya habían llegado al lugar del accidente, y la angustia y desesperación cundían en lo que luego se conocería como el “Campamento Esperanza”.
Recuerdo haberme reunido esa misma noche con los familiares y asumido con ellos el único compromiso honesto que podía asumir en esas circunstancias. “Los vamos a buscar como si fueran nuestros propios hijos”. “Vamos a golpear todas las puertas y pedir todas las ayudas que sean necesarias”. “Vamos a actuar con un sentido de unidad, urgencia y compromiso, haciendo todo lo humanamente posible para encontrarlos y rescatarlos”. Y también “Vamos a rezar con mucha fe, porque sabemos que, dada la gravedad y características del accidente, la vida de sus seres queridos está en las manos de Dios”.
A partir de ese momento, los mineros en las profundidades de la Mina, sus familiares en el Campamento Esperanza y todos los chilenos en nuestros corazones vivimos 17 días de grandes frustraciones, temores y angustias. La Mina San José siguió teniendo derrumbes y la búsqueda era a ciegas y contra el tiempo. No podíamos llegar tarde, como ocurrió con los rescatistas de la tripulación del submarino ruso Kursk. Pero sí sabíamos que teníamos el apoyo de todos los chilenos y el solemne compromiso de “Buscarlos como si fueran nuestros propios hijos”. Y eso fue lo que hicimos, trabajando sin descanso día y noche y enfrentando sin flaquezas todas las dificultades.
Hasta que el domingo 22 de agosto, después de más de 70 intentos fallidos, una de las sondas perforadoras logró llegar hasta el refugio y volver a la superficie con pintura roja y una simple nota que decía “Estamos bien en el refugio, los 33”.
La madrugada de ese día, el padre de mi mujer Cecilia había muerto después de una larga y penosa enfermedad. Yo estaba con él en esos últimos instantes de su vida, y cuando recuperó la conciencia me dijo “los mineros están vivos, tu deber es encontrarlos y rescatarlos”. Poco después falleció. Recuerdo haber llamado a Cecilia y juntos decidido que yo partiera inmediatamente a Copiapó. Justo cuando llegaba a la Mina San José apareció la sonda con pintura roja y el maravilloso mensaje de los mineros. La emoción, la alegría y la gratitud que todos sentimos en esos momentos no se puede describir con palabras ni la olvidaremos jamás. Recuerdo los abrazos con Laurence Golborne, Andrés Sougarret y los rescatistas. Luego, en forma espontánea, bajamos al Campamento Esperanza a compartir la “Buena Nueva” con los familiares de los mineros y todos los integrantes del Campamento Esperanza. Ellos, sólo viendo nuestros rostros, lo comprendieron todo. Nuevamente, la alegría y la emoción se desbordaron. Recuerdo que, junto a María Segovia, conocida como “la alcaldesa del Campamento Esperanza”, subimos todos juntos y tomados de las manos a la colina donde flameaban las 33 banderas, y espontáneamente, cantamos nuestra canción nacional.
Después de 17 días de angustia, dolor e incertidumbre, pero en los que nunca perdimos la fe ni la esperanza, por fin habíamos encontrado sanos y salvos a nuestros mineros y por fin sabíamos que esas 33 banderas no se iban a convertir en 33 cruces. No sólo habíamos cumplido nuestro solemne compromiso con sus familiares, también habíamos demostrado nuestro firme compromiso con el valor y dignidad de la vida humana.
Pero la tarea no estaba terminada. Los habíamos encontrado. Ahora debíamos rescatarlos sanos y salvos y devolverlos a la vida y a sus familias. El rescate comenzó de inmediato, utilizando todas las tecnologías, equipos y conocimientos necesarios y disponibles. El objetivo era sacarlos antes de navidad. Sentíamos el compromiso y apoyo de todos los chilenos y sabíamos que el mundo entero tenía sus ojos puestos en Chile.
Finalmente, después de 52 días de un trabajo sin descanso y lleno de dificultades, la noche del miércoles 13 de octubre comenzó la etapa final del rescate. Esa noche, después de decidir que todo se haría en vivo y en directo y con total transparencia ante los ojos de Chile y el mundo, la cápsula Fénix penetró a las profundidades de la montaña y comenzó a rescatar a los mineros, uno por uno. Luis Urzúa, como buen líder del grupo, fue el último en subir a la superficie, y simbólicamente, “entregar el turno al Presidente de la República”. Esa noche, junto a Cecilia, el equipo de rescate, todos los chilenos y más de 1000 millones de espectadores en el mundo entero, con emoción y gratitud fuimos privilegiados testigos del “milagro de los 33”. En un mundo agobiado de malas noticias y de historias que terminaban mal, el desierto de Atacama trajo una “Buena Nueva” que levantó los espíritus en el mundo entero. Lo que había comenzado como una tragedia, gracias a la fe y esperanza de un pueblo unido, el trabajo de un extraordinario equipo de rescate y el compromiso y liderazgo del Gobierno, estaba terminando como una verdadera e inspiradora bendición.
Los héroes habían estado no sólo en las profundidades de la montaña. También en la superficie: los familiares del Campamento Esperanza, que nunca perdieron la fe, los rescatistas que entregaron lo mejor de sí mismos y todos los chilenos que apoyaron con sus corazones y oraciones. Habíamos cumplido nuestro solemne compromiso: buscarlos y rescatarlos como si fueran nuestros propios hijos. Ahora sólo restaba agradecer a Dios, que siempre sentí junto a nosotros durante esos 70 días en que quiso poner a prueba nuestra fe, nuestra voluntad y nuestro compromiso con la vida.