Presidente de Chile

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Palabras de Sebastián Piñera

CHILE RUMBO AL DESARROLLO

Hemos llegado al final de nuestro gobierno. Tiempo propicio para hacer una pausa, levantar la mirada y realizar un balance, breve pero integral, de lo mucho que todos los chilenos hicimos en estos cuatro años para construir un Chile mejor, avanzando hacia una sociedad de oportunidades, seguridades y valores, para mejorar la calidad de vida de todos nuestros compatriotas y, muy especialmente, la de los más vulnerables y la clase media. Porque en la vida de los países hay tiempos para asumir compromisos y tiempos para dar cuentas de su cumplimiento.

Y así como los candidatos gozan de libertad para hacer promesas, los presidentes tenemos el deber de rendir cuentas de nuestras obras. Recuerdo muy bien los compromisos que asumí como candidato el año 2009. En esa oportunidad planteé que, después de 12 años de vacas gordas entre 1986 y 1997, período que fue conocido como el milagro chileno, nuestro país había perdido su liderazgo y dinamismo, hasta completar 12 años de vacas flacas, el período entre 1998 y 2009, bautizado por algunos medios extranjeros como la siesta de Chile. Y que eso explicaba que el crecimiento de Chile hubiere caído a la mitad, que la creación de empleos se debilitara, que la pobreza y las desigualdades aumentaran y que la meta de alcanzar el desarrollo para el Bicentenario en vez de acercarse se viera cada vez más lejana. Pero también hablé de los enormes desafíos y oportunidades que este siglo XXI, caracterizado por la sociedad del conocimiento y la información, nos estaba abriendo. Y que si bien sabíamos que este mundo nuevo sería muy generoso con aquellos países que se decidieran a abrazar y conquistar esas oportunidades, sería indiferente, e incluso cruel, con los países que las dejaran pasar.

En suma, teníamos todo para recuperar el tiempo perdido y producir un cambio de ritmo y rumbo a nuestro país, que nos permitiera cumplir los objetivos que nos habíamos impuesto. Objetivos que si bien fueron múltiples y de diversa naturaleza, podían resumirse en una sola meta grande, justa y noble: hacer de Chile, antes de que termine ésta década, un país desarrollado, sin pobreza, más justo y con verdadera igualdad de oportunidades de progreso material y espiritual para todas sus hijas e hijos. Ese fue mi principal compromiso como candidato. Y ese fue también, desde el primer y hasta el último día de mi mandato, mi mayor motivación como Presidente.

Sabemos que alcanzar el desarrollo ha representado un sueño largamente anhelado desde que nos formamos como república independiente, hace poco más de dos siglos. Estuvimos cerca de lograrlo a fines del siglo XIX, gracias a la bonanza del salitre que siguió a nuestra victoria en la Guerra del Pacífico. Pero en vez de unirnos para aprovechar los frutos de esa bonanza, antes de una década los chilenos de entonces ya nos enfrentábamos unos a otros en una cruenta y ruinosa guerra civil. Luego siguió más de un siglo en que probamos todos los modelos de desarrollo imaginables. Conocimos regímenes democráticos y dictatoriales; sistemas parlamentarios y presidencialistas; programas socialistas y neoliberales. Pero nuestro desarrollo político, económico y social, lejos de acercarse, parecía cada día más lejano.

Luego de décadas y décadas en que la literatura especializada atribuyera nuestra pobreza y subdesarrollo a factores estructurales que escapaban de nuestro control, hoy sabemos que el progreso y la mejora en las condiciones de vida de los chilenos dependen fundamentalmente de nosotros mismos. En efecto, la historia reciente demuestra que el desarrollo de las naciones no está determinado por su religión, clima, cultura, ubicación geográfica ni la raza de su gente. Hay países con altos estándares de vida en el frío y protestante norte de Europa; en el budista y lejano Oriente; bajo los calores tropicales de Singapur o Hong Kong; en las católicas naciones del Mediterráneo; en una Suiza sin salida al mar y en una Nueva Zelandia perdida en el extremo sur del océano Pacífico. Hoy ninguna nación del mundo puede sentirse condenada de antemano al subdesarrollo y la pobreza. Menos aún la nuestra.

Conscientes de lo anterior, presentamos al país un programa de gobierno con metas ambiciosas, pero factibles, que nos permitirían poner nuevamente a Chile rumbo a un desarrollo integral, acelerado, sostenido y sustentable. Entre ellas, destaco la de volver a crecer en torno al seis por ciento promedio anual, crear un millón de nuevos empleos en cinco años, derrotar la pobreza extrema, reducir las desigualdades excesivas, mejorar la calidad y equidad de la educación y la salud, avanzar hacia una verdadera cultura del emprendimiento y la innovación, proteger más y mejor nuestro medioambiente y los derechos de los trabajadores y consumidores; y comprometernos con una cultura de vida más sana.

Si bien liderar una nación nunca ha sido tarea fácil, lo cierto es que nos tocó gobernar en tiempos especialmente difíciles. Sólo 12 días antes de asumir el gobierno, la zona central de Chile  -aquella donde habitan más de tres cuartas partes de nuestra población- sufrió el embate del sexto mayor terremoto en la historia conocida de la humanidad, seguido de una serie de mare motos que asolaron nuestras costas y que dejaron un saldo de 526 víctimas fatales y 25 desaparecidos, 220 mil viviendas destruidas, 800 mil damnificados, una de cada tres escuelas y hospitales severamente dañados, centenares de ciudades y pueblos en ruinas; y propiedad pública y privada destruida por un valor cercano al 18 por ciento de nuestro Producto Interno Bruto. Junto con ello, heredamos una economía con claros signos de fatiga y alto déficit fiscal; tuvimos que navegar en las turbulentas aguas de una economía mundial sumida en una profunda crisis, que si bien comenzó en 2008 aún está lejos de terminar; y enfrentamos, durante los cuatro años de nuestro gobierno, una extenuante sequía en parte importante del territorio nacional.

Nada de lo anterior, sin embargo, lo usamos como excusa para postergar o evadir nuestros compromisos. Por el contrario, estas y otras adversidades, lejos de intimidarnos, nos dieron un incentivo adicional para trabajar con mayor compromiso y sentido de urgencia en pos de nuestros objetivos.

A continuación se presenta una síntesis de los cuatro años de nuestro gobierno; una rendición de cuentas de lo que soñamos, lo que comprometimos y lo que cumplimos. Su énfasis no está tanto en los diagnósticos de los múltiples problemas y desafíos que heredamos, sino en los avances y logros que alcanzamos, de manera que sean las cifras, los hechos y las obras concretas -y no nuestros meros deseos y buenas intenciones- los que hablen con toda su fuerza y elocuencia.

Al volver la mirada atrás y contemplar el camino que los chilenos hemos recorrido juntos desde el 11 de marzo de 2010, podemos comprobar con legítima alegría y orgullo que Chile es hoy un país mucho mejor para nacer, para estudiar, para emprender, para trabajar, para formar una familia, para envejecer, para expresarse, para hacer deporte, para cultivar el espíritu, en fin, para vivir, que el que era hace sólo cuatro años. Y eso es mérito de todos y cada uno de los chilenos.

Podemos afirmar con certeza que gobernamos como una centroderecha moderna, amplia, acogedora, pluralista, a tono con los nuevos tiempos y comprometida con la libertad, la responsabilidad individual, la igualdad de oportunidades y la justicia social. Estoy convencido de que hoy nadie puede acusar a la centroderecha, ni remotamente, de no poseer las credenciales democráticas, políticas o morales que Chile exige y merece. Pero a pesar de la intensidad del trabajo realizado y a lo mucho que hemos avanzado, también es cierto que estamos recién a mitad de camino. Aún nos quedan muchos problemas por resolver, obstáculos por superar y desafíos por enfrentar para alcanzar el desarrollo y derrotar la pobreza.

Y los montañistas saben que si bien la segunda mitad del ascenso a la cumbre es siempre la más hermosa, es también la más difícil. Por lo pronto, las manifestaciones ciudadanas de los últimos años nos revelan que Chile ha entrado en un cambio de época, en que sus ciudadanos se expresan con mayor libertad y exigen respuestas más participativas, eficaces y oportunas a sus necesidades, tanto de parte del Estado como de la sociedad civil. Esta nueva actitud, que refleja muchos de los avances que Chile ha logrado en las últimas tres décadas, se expresa en el surgimiento de una nueva clase media, dispuesta a cualquier sacrificio y privación para darles a sus hijos una vida mejor, pero que, al mismo tiempo, sigue viviendo con demasiado temor a sufrir abusos, a ser víctimas de la delincuencia, a perder el trabajo, a llegar a la vejez, a padecer una enfermedad o a que sus hijos caigan en las garras del alcohol o la droga. Y es que buena parte de esos millones y millones de compatriotas que han dejado atrás la pobreza material en los últimos 30 años, la siguen sintiendo como una sombra que los acecha.

A ello se suma lo que expertos y académicos denominan la trampa de los países de ingreso medio, expresión que nació al constatar que entre las muchas naciones que han logrado un nivel de vida similar al que los chilenos gozamos hoy, sólo unas pocas de ellas han tenido la sabiduría y perseverancia para cruzar el umbral y sumarse al exclusivo grupo de naciones desarrolladas. Por todo ello, en estos tiempos de enormes desafíos y oportunidades, necesitamos más que nunca cuidar a Chile y mantener el timón firme para evitar las principales amenazas que tenemos por delante: la de dejarnos vencer por el conformismo y la apatía, por una parte, y la de rendirnos al populismo y la demagogia, por la otra. La primera, recurre a todo tipo de excusas para evadir nuestras responsabilidades y no hacer ahora las reformas y recorrer los caminos que necesitamos para seguir creciendo, desarrollándonos y creando más empleos y oportunidades de progreso material y espiritual para todos. Y la segunda, exige que resolvamos todos los problemas -incluso aquellos que se arrastran por décadas- aquí, ahora y a cualquier costo. Ambas son distintas en su origen, pero idénticas en su resultado: pan para hoy y hambre para mañana. Y por ello necesitamos más que nunca de líderes con convicciones sólidas, atentos a denunciarlas, rebatirlas, enfrentarlas y superarlas en cada oportunidad que se presenten. Y, finalmente, debemos rechazar la tentación de la división, de considerarnos enemigos por el solo hecho de pensar distinto.

Porque en la unidad está nuestra fortaleza, y en la división, el germen de nuestra debilidad. Cada vez que nos hemos unido avanzamos; cada vez que nos hemos dividido retrocedemos. No puedo terminar estas palabras sin expresar un sincero sentimiento de gratitud que me brota de lo más profundo de mi corazón. Gratitud, en primer lugar, hacia todos y cada uno de los chilenos y chilenas, por darme la maravillosa oportunidad de servirlos con todas mis fuerzas y capacidades durante estos cuatro años, así como por sus incontables muestras de aliento, cariño y apoyo y la comprensión con que supieron tolerar mis defectos y perdonar mis errores.

Agradecer también a esos miles y miles de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, que no dudaron un segundo en renunciar a las comodidades de la academia o del sector privado para abrazar -en cuerpo y alma- el servicio público, participando activamente en las distintas instancias de nuestro gobierno. Pienso en cada uno de quienes me han acompañado sirviendo a Chile como ministros, subsecretarios, jefes de servicio, intendentes, gobernadores, asesores y, en general, todos los funcionarios públicos, que de manera silenciosa y desinteresada pusieron lo mejor de sí mismos para mejorar las condiciones de vida de todos nuestros compatriotas, pero especialmente de los más vulnerables y nuestra clase media.

Agradecer, en tercer lugar, a mi mujer, Cecilia, por haber sido no sólo una gran Primera Dama para todos los chilenos, sino también la mejor y más tierna, y a veces también la más severa consejera y amiga que este Presidente pudo tener a su lado, así como a cada uno de mis cuatro hijos y seis nietos.

Y finalmente, agradecer a Dios por no abandonarme ni dejarme desfallecer, incluso en los momentos más duros, aquellos en que conocí el rostro crudo de la soledad y la incomprensión, y darme siempre las fuerzas, la sabiduría y la perseverancia para gobernar a Chile y los chilenos sin apartarme jamás de lo que estimé en conciencia lo mejor para su presente y, sobre todo, su futuro.

 

Sebastián Piñera Echenique